Hace 30
años era sábado. A pesar de toda la expectativa por la final, de todos modos
fui al liceo como siempre. La verdad es que no hicimos nada. Solo se hablaba del
partido. Recuerdo pasar todo el horario de clase hablando con los compañeros,
compartiendo la expectativa con los de Peñarol y jugando alguna broma – apuesta
– desafío con los de Nacional.
Teníamos
16 años por lo que todos recordábamos bien la libertadores del 82, aquel gol de
Morena sobre la hora, en ese mismo estadio donde se disputaría esa finalísima,
5 años después. Yo pensaba que después de haber visto eso, no había nada más grande
que el futbol me pudiera reservar. Estaba equivocado.
Solo 3 días
atrás había estado en la tribuna Ámsterdam del Centenario para ver ese partido
revancha. El estadio repleto de bote a bote, pese a ser todos conscientes de
que en esa noche Peñarol no podía ser campeón. Porque en aquella época no había
diferencia de goles, se jugaba por puntos. Peñarol había perdido en Cali por lo
que solo le quedaba la chance de ganar para forzar un tercer partido.
Y
empezamos perdiendo. Gol de Cabañas en el arco de la Ámsterdam. Recuerdo el
cabezazo, recuerdo haber visto volar a Pereyra, llegar a tocar la pelota pero
se le metió en el arco. Recuerdo haberle dicho a mi cuñado que estaba conmigo “No
lo puedo creer, Daniel, yo creí que la sacaba”.
Pero el
estadio no se amilanó y el equipo en la cancha tampoco. Lo buscó y lo buscó.
Lucho, metió, guapeó, pero también jugo y jugó mucho, porque era un buen
equipo.
Segundo
tiempo, cuando ya se hacía tarde, zapatazo de Trasante que saca Falcioni al
córner. Y de ese tiro de esquina la cabeza de Diego Aguirre para meterla arriba
y el estadio se partió en un grito. Me abrace con mi cuñado y desde ese minuto
hasta el final del partido, no nos sentamos más. Porque el partido era para
verlo de pie, porque no alcanzaba el empate, había que ganar.
Y se
iba el partido. Faltaban 3´ y un tiro libre para el aurinegro. Toda la
convicción del “bomba” Villar para patearlo. No era titular regularmente, los
jugadores del América no lo tenían, no sabían cómo pateaba. El zapatazo les
enseño porque le decían “bomba”.
El
estadio se vino abajo. Otro abrazo con mi cuñado y casi nos caemos de la
tribuna. No exagero nada, quedamos colgados del balcón de segundo anillo de la
Ámsterdam y nos tuvieron que sujetar para que no nos cayéramos.
Garganta
destrozada, locura desatada, ilusión intacta y el grito sagrado en la voz “Peñarol
nomá!”
Todas
esas sensaciones aun latían en mi ese sábado 31 de octubre de 1987. El partido
empezó sobre el final de la tarde. En mi casa una banda. Varios de mis amigos.
Por supuesto mi familia, mi viejo que no soportó los minutos finales de la
final del 82 y se encerró en el dormitorio para no verlos y me dejó solo ante
la tv para asistir al gol de Morena. Mi cuñado que me acompaño a ese partido 3 días
antes, con mi hermana y mi sobrino que tenía 7 años. Mi madre, mi tía, hasta mi
primo, hincha de Nacional pero que estaba allí con nosotros viendo el partido.
Unos
nervios enormes porque ahora si tenía ventaja el América, porque si el partido
terminaba empatado luego de alargue, la copa se iba para Colombia. Y América
era un buen equipo, casi una selección con buenos jugadores colombianos como
Aponte, Luna o Wellington Ortiz, pero también los paraguayos Cabañas y
Battaglia, el argentino Gareca y hasta el mundialista uruguayo Sergio Santín.
Tenían un buen técnico, Gabriel Ochoa Uribe y era su tercer final consecutiva.
Peñarol
era un equipo de gurises, respaldado por algunos mayores como el arquero Pereyra,
Trasante y el zurdo Viera. Pero también tenía un técnico excepcional como el
maestro Tabárez, hoy mundialmente famoso.
El
partido fue malo, de verdad malo. Quizás fue por el cansancio de haber jugado
72 horas antes. Quizás fue por el viaje a Chile en medio. Quizás fueron por los
nervios de una final definitiva. Quizás también fue porque el América se dedicó
más a ensuciar el partido que a jugarlo. Sendos puñetazos de Cabañas a Aguirre
y a Herrera. Provocaciones permanentes de Falcioni. Las provocaciones previas
de Battaglia apareciendo en el hotel con una camiseta de Nacional. Los
suplentes tirando pelotas al campo para hacer correr los minutos. Todo buscando
desequilibrar a un juvenil equipo aurinegro y sacarlo de quicio.
Resistí
hasta faltando 5´ para terminar el segundo tiempo del alargue. Mis nervios no
pudieron más. Me tuve que ir. Salí a la calle y empecé a caminar. Di la vuelta
a la manzana y cuando estaba en la esquina de mi casa, se produce la jugada
donde Peñarol erra el tanto casi debajo del arco. Vi la jugada, porque era una
tarde de calor y había una familia en el jardín de la casa viendo el partido.
Se agarraron la cabeza y yo también. Si esa no entró, no habría otra. No podía ser.
Seguí
mi camino masticando la bronca y la última imagen que tengo es la de llegar a
la puerta de mi casa que estaba abierta para atrás y desde el mismo jardín, ver
la pelota entrando en el arco del América. No vi la jugada, no vi el remate, no
vi quien hizo el gol. No vi nada.
Luego
solo recuerdo una enorme confusión de gritos, abrazos, llanto, locura. Perdí el
conocimiento sin desmayarme porque no recuerdo nada más. Mi viejo me contaba
que caí arrodillado en la puerta de casa, con la cabeza hacia arriba y la
mirada al cielo, que mis brazos cayeron lánguidos al costado del cuerpo y que
solo atinaba a llorar y decir “grande Peñarol”.
Cuando reaccione
lo abrace. Igual que en el 82. Me tire sobre mi padre en su silla de ruedas
para compartir con él ese momento. Recuerdo también el abrazo a mi madre y su preocupación
de que no me fuera a dar un infarto. Madre es madre dicen y por muy manya que
fuera, le preocupaba más mi salud.
Han
pasado 30 años y me basta cerrar los ojos para recordar cada detalle, cada
momento, cada sensación, cada reacción. Mis padres ya no están en este mundo. Mi
primo, aquel que era de Nacional, tampoco. Sin embargo están conmigo en ese
recuerdo de uno de los momentos más importantes de mi vida.
Pensé
que no iba a ver nada superior a lo del 82. Me equivoqué. Porque en el 82 había
tercer partido. En el 87 no quedaba nada, eran apenas segundos para que la copa
se fuera para Cali y ese gol de Aguirre la trajo al museo de Peñarol.
Tengo
46 años. Obviamente me quedan menos años de vida, pero estoy convencido que volveré
a ver a Peñarol campeón de la Libertadores. Es una convicción, una certeza, una
seguridad absoluta. No nace de un hecho racional nace de la misma fe inquebrantable
que nos ha llevado a ser uno de los equipos más ganadores en el mundo.
Estuvo
cerca en 2011. No pudo ser. Pero sé que será antes que tenga que partir.
Hoy, a
30 años de aquel momento, revivo cada instante con solo proponérmelo. Está tan
indeleblemente grabado en mí, que ni me cuesta esfuerzo conseguirlo. Hoy como
hace 30 años, repito el mismo grito sagrado
PEÑAROL
NOMÁ