Cada
vez que se acerca el 28 de septiembre me deleito en imaginar cómo hubiera sido
ser testigo de aquella instancia.
Imagino
a los directivos y empleados del ferrocarril, acabando su jornada en las
oficinas o los talleres y dirigiéndose al local de la asamblea. Imagino los
trajes de oficinista mezclándose con los monos de obrero, los sombreros de
vestir misturados con las boinas, en un primer gesto democratizador que
llegaría mucho más lejos de lo que los participantes de aquella jornada
hubieran podido siquiera soñar.
Los
imagino llegando al local en una de esas tarde-noches de principios de
primavera donde el frío aún se hace sentir. Seguramente la sesión estuvo
iluminada por lámparas de candil, puesto que si bien la electricidad ya había
llegado al país, no eran muchos quienes podían presumir de contar con ella.
Seguramente
el inglés y el castellano se mezclaron aquella tarde entre las paredes del
local testigo de un hecho histórico sin par.
Quienes
participaron en aquella asamblea, pensaban que solamente estaban creando una
institución dedicada a la recreación y esparcimiento de los empleados de la
empresa. Un club dedicado a “la práctica del sport” como se decía en las
crónicas de la época. Deporte en su concepción de actividad amateur, con fines
recreativos y rodeado de un espíritu caballeresco que hoy se ha perdido por
completo.
La
fundación de aquel club respondía a la idiosincrasia inglesa de recrear en los países
donde llegaban, instituciones sociales, culturales y deportivas tomando como
modelo aquellas que dejaban en Inglaterra.
Aquellos
118 fundadores, ingleses, criollos y hasta un alemán, estaban lejos de imaginar
que la institución que ponían en marcha, se les iría de las manos y superaría
cualquier previsión que hubieran podido tomar. Porque aquel club tenía un
destino superior del de ser un simple vehículo para el esparcimiento de los
empleados en sus horas libres. Aquel club estaba destinado a convertirse en el
cuadro del pueblo.
Aquel
club pronto tomó el nombre de la villa de la que era originario y para todos,
hinchas, socios, directivos, jugadores, autoridades, rivales, periodistas y
sobre todo para la gente, nunca fue otro que PEÑAROL.
Palabra
mítica, sagrada, única, que nació de la nostalgia de un emigrante piamontés que
al agregarla a su apellido, la haría conocida en el mundo entero.
El club
que adoptó como insignia el amarillo y negro, heredados de “la Rocket” de
Stephenson y que fueron desde entonces sinónimo del ferrocarril en el mundo
entero.
Pero en
qué caldo de cultivo se desarrolló este club?. Uruguay como país estaba
viviendo un momento muy particular de su historia. Estaba saliendo del período
político que se ha conocido como “el militarismo”, donde fue gobernado
sucesivamente por los generales Lorenzo Latorre, Máximo Santos y Máximo Tajes
(hasta 1890).
Durante
ese período se puso especial énfasis en el desarrollo del país. Se consolida el
centralismo montevideano para lo cual coadyuvaron la introducción del telégrafo
y el ferrocarril, que hicieron cada vez más rápidos los movimientos de tropas
que impidieron los alzamientos caudillistas que eran tan comunes en la época.
La
población del Uruguay crecía a ritmo acelerado y sostenido, producto de una
alta tasa de natalidad (como no volvimos a tener nunca en nuestra historia),
los avances médicos que aumentaron las expectativas de vida y bajaron la
mortalidad infantil y el aporte incesante de la inmigración europea. Hacia 1890
el 50 % de la población de Montevideo era nacida en Europa y con ellos llegaban
conceptos como el espíritu de empresa, el ahorro y el deporte como actividad
recreativa.
En la
campaña se produce el fenómeno del “alambrado de los campos” que al tiempo que
impide la mezcla de rebaños, dificulta el libre tránsito que irá marcando la
paulatina desaparición de los gauchos y provocará la concentración de la
población en las ciudades y el consiguiente cambio en los hábitos de trabajo.
Las
industrias, las fábricas, los grandes depósitos, comienzan a ser siluetas
habituales en el paisaje montevideano. Es el momento del auge de los saladeros,
los inicios de la industria textil y la proliferación de comercios que ofrecían
la mayor variedad de bienes de consumo.
Eran
tiempos también de la reciente reforma vareliana y la progresiva pérdida del
poder secular de la iglesia que desembocaría en la separación definitiva
durante el gobierno de don José Batlle y Ordoñez.
En ese
marco, las inversiones inglesas eran cuantiosas y diversificadas. Abarcaban
ámbitos tan disímiles como el ferrocarril, el telégrafo, agua corriente, gas,
teléfonos, tranvías, préstamos financieros y seguros. El factor que las une es
que se trata de los sectores necesarios para el funcionamiento de un país
moderno, en la concepción propia de fines del siglo XIX.
En 1890
Uruguay viviría su crisis financiera más importante hasta el 2002 que, entre
otras cosas, provoca la quiebra del Banco Nacional (propiedad del catalán
Emilio Reus) donde el estado tenía depositados gran parte de sus recursos y que
desembocará en la creación de BROU y el BHU.
La
ciudad donde nace Peñarol era una ciudad de contrastes. Era el Montevideo de
los paseos de la elite social por la calle Sarandí y de las “excursiones” a las
playas Ramírez y “de los Pocitos”, pero era también el Montevideo de la mano de
obra infantil, las jornadas de 15 horas de trabajo y de los conventillos.
En este
contexto nace Peñarol, con el modesto fin de ser un espacio de recreación para
los empleados de una empresa inglesa enclavada en un rincón de Sudamérica.
Apenas un intento de los ingleses de traer un poco de sus costumbres que
apagara en algo su nostalgia. Y esa nostalgia inglesa que creara el club se
unió la nostalgia piamontesa que creó el
nombre que quedaría grabado para siempre en el bronce de los tiempos: PEÑAROL.
Esas
nostalgias se unirían desde el primer día con el espíritu y orgullo criollos
que harían de Peñarol el cuadro del pueblo, el más ganador de este país y el
campeón sudamericano del siglo XX declarado por Fifa.
Hoy en
tu cumpleaños, manya querido, carbonero del alma, mirasol de mi vida,
humildemente te saludo.
FELICES
122 AÑOS, CARBONERO!
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